Llorábamos cada vez que algo nos hacía daño. Nos encerrabamos cuerpo adentro y llorábamos. Saladas microgotas de dolor. Transmutabamos la paleta cromática de nuestros rostros y llorábamos. Ella abrazada a su fragilidad de mujer y yo demostrando mi hombría de macho mocosiento. Llorabamos por el aumento insensato del tomate y boicoteabamos la industria con rebeldes demostraciones de albedrío, eligiendo una y otra vez el tomate triturado, hecho salsa, hecho agua. Abdicábamos a nuestro humano derecho de brillos rojos perfectos de naturales tomates. A su piel lisa, estirada y firme. A su acuosidad vampiresca. Nos alejabamos de la verdulería con paso lento. Arrastrando contra el suelo los recuerdos de una pizza napolitana que ahora se tornaba un acto imposible. Una obscena demostración de pequeño burgués. Pudiente y acomodado. Caminabamos de la mano hasta que los cajones de madera y los pisos sucios y las bolsas de arpillera y la rúcula moderna y el berro y el verdeo se desvanecían tras los kioscos de revistas y las farmacias. Nos alejábamos con los brazos de hierro trabados en una L infinita, sosteniendo la bolsa del dolor y el descontento. Ella maldecía por lo bajo, con palabras filosas y mirada de plomo observaba de reojo el amargo botín que colgaba de mi brazo. Imprecaciones que describían el alma traicionera y cruel del chacarero. En ocasiones intercalaba su fastidio con cortas detenciones frente a objetos de su interés. Resumidos lapsos de tiempo en los que ella se olvidaba del dolor por el tomate y como un bálsamo se abrazaba a las luces del mediodía que inundaban las vidrieras. Las nuevas remeras que cubren la cintura. El regreso, siempre regreso o jamás retirada, de los estampados psicodélicos. Los zapatos de mujer, propiedad ficticia de un estático grupo de maniquies asexuados que jamás se irían a ningún sitio. La aparición espontánea del masajeador japonés con rueditas que buscábamos desde hace meses y la plena seguridad que lo dejaríamos pasar una vez más. Sin comprarlo. Como si esos descuidos deliberados fueran tareas acordadas para jamás resolverse. Inversosímiles actos pendientes que funcionan como columnas para sostener lo cotidiano. El amor es la sartén y el plato, la aceitera y el sillón, el control remoto y la jabonera, es la sábana limpia y el abrazo detenido en la noche y la llegada de la luz para un retorno obligado del sueño, para una nueva visita a la verdulería. Esas eran cosas que solía decirle mientras caminabamos hacia casa, yo intentando escribir nuevos trazados en nuestro habitual recorrido, ella dócil siguiendo mi mano. Confiando que cada camino nuevo que pudieramos inventar se imprimiría en el cemento caliente de la primavera y que quizá otros dos, parejas reflejadas y multiplicadas en la caótica redondez del mundo, que otros dos entonces, en otro sitio cualquiera estuvieran repitiendo el dibujo asimétrico de nuestros pasos, calcando las acciones de avance y detención, los juicios directos y precisos, ellos, clones de nosotros, apócrifos intentos de amor, también de la mano y también sosteniendo una bolsa se dedicarían a llorar sus propias ausencias. A pelear sus personales e intransferibles batallas, a babear de pena aquellos destinos negados que les hubieran tocado en suerte, mientras nosotros, ya cansados y transpirados por una larga caminata, cubiertos por las seguridad eterna de nuestras paredes, vaciáramos la bolsa y dieramos fin al espejado hechizo.
QUÉ CARO ESTÁ EL TOMATE!
Escrito por admin el día 4.10.07 | Pertenece a la Sección Textos Prescindibles
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