EL MOSTRADOR

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La forma que tenían de mirarse anticipaba los acontecimientos. Digamos que no era necesario ser un gran observador para darse cuenta que los chicos querían cojer. Y que probablemente lo venían haciendo desde hace mucho tiempo. Ella se contoneaba frente al mostrador como si fuera una serpiente drogada, era quizá, demasiado ruidosa. Él, haciendo como que nada pasaba, prefería limpiar la superficie pegajosa de su mostrador con un trapo más pegajoso aun, lo que resultaba en una mierda chiclosa que se adhería al fondo de los vasos de los pocos clientes que se animaban a sentarse a beber en ese barsucho de cuarta. El mostrador desprendía, por ende, un particular olorcito a culo, típico de las rejillas o trapos mal lavados. Algunas lavandinas también ostentan ese secreto aroma. Esta indiferencia por parte del tipo que limpiaba el mostrador, parecía excitarla aun más a la minita-serpiente que cada tanto y sin importarle demasiado si el tipo o algún otro borrachín la miraba, le pasaba la lengua al mostrador, se metía el dedo índice en la boca y se tocaba las tetas, atrapadas en un topcito violeta a punto de explotar. Por todos lados. Todo esto al mismo tiempo, mientras tragaba cerveza como una loba. Y no era precisamente Valeria Lynch. Podría haber sonado cumbia en el barsucho de cuarta, como para darle más color a la situación pero no, lo que sonaba desde un doblecasetera marca Aurora Grunding, era un casette BASF cinta de cromo cobalto, ya medio hecho bosta, con grabaciones de Coltrane y Davis hechas de alguna radio, en algún momento, por vaya uno a a saber quién. Al tipo de la rejilla le gustaba esa música, le hacía bien la trompeta cíclica, sentía que podía mantener un diálogo importante con el resto del mundo si se dejaba llevar por la trompetita y su matemático ritmo. Para su opinión el piano y los demás instrumentos estaban de más. El con la trompeta era feliz, se tranquilizaba y podía soportar, de vez en cuando, cojerse a la puta de Cristina que no paraba de moverse frente a su mostrador. Para qué mierda me hace todo este circo berreta, si sabe que vamos a cojer lo mismo. Si ni ella tiene a otro, ni yo soy capaz de conseguir a otra. Los dos estamos demasiado cansados. Viejos. Y después de todo, esto es lo más parecido al amor que nos puede pasar. Las horas se hundian como el Belgrano en la guerra de Malvinas y Cristina ya no se movía tanto, la cerveza la había atontado y el tabaco le había puesto la cabeza como una pelota de fútbol. Estaba sentada en un taburete de madera que tenía el tapizado hecho pelota. Alguna vez había sido un buen taburete de color verde, con esos cueros caros de comedores lujosos. Pero hoy era una mierda conseguida en un remate, el "Hotel Rayentray" se había fundido y la gente había comprado por dos mangos, camas de tres plazas, copas de cristal y taburetes con cuero verde lujoso. Ahí estaba ella, apoyando su alma mientras el hígado se le hacía cada vez más chiquito. La noche pedía espacio entre los codos de los borrachos que se dejaban morir de a poco en ese barsucho de cuarta. El tipo detrás del mostrador seguía dando vueltas al casette. Los amigos se extrañan en las tardes. Cuando el sol se cae lento detrás del paredón del patio y yo imagino historias de países que no conozco. El pasado se hace espacio entre los vasos y me siento un poco triste. Esto me pasa a veces. Cuando termina la tarde. La trompeta se metía sin pedir permiso y marcaba el tiempo y decidia las vidas. Cristina ya estaba colocada, pero no aflojaba en su deseo, seguía metiéndose mano cada tanto y lo miraba con ojos húmedos a ese extraño tipo, que daba vueltas el mismo casette durante toda la tarde. Cuánto tiempo más voy a tener que hacerme la puta para que el gil este me lleve a la cama. Ya estoy vieja para seguir con este circo berreta. Ni el podría conseguir a otra, ni yo podría irme con otro. Además esto es lo más parecido al amor que vamos a conseguir. Ya era noche cerrada en cada rincón del barsucho. Cristina estaba lista para caerse del taburete y romperse la cara contra el piso. El tipo ya no daba vueltas el casette. No quedaban más que ellos dos en el lugar. Crisitina entonces lo mira, perdida, ausente. Casi mágica. El da la vuelta al mostrador, va hacia la puerta y la cierra con llave, baja la persiana de metal, apaga casi todas las luces. Se acerca a Cristina, le acaricia el pelo, la observa unos minutos, le saca el vaso a medias con cerveza de su mano y pasa su brazo por debajo del brazo de ella. La rodea con sus años, la levanta. La salva. Ella se deja llevar, pesada, deforme. Él camina despacio hacia el fondo del lugar, hay muy poca luz. Los dos cuerpos se pierden detrás de una puerta. Juntos, en un ritual que se repetirá hasta que alguno de los dos desaparezca y entonces el otro, perdiendo el sentido, ya sin rumbo, se deje atropellar por la muerte para irse detrás del que se fue primero. En los noticieros, a esto, le llaman amor.

2 Humanos Comentarizaron:

Anónimo dijo...

Gabo, se me pasó este post tuyo y después fuera de la ciudad. Luego no sé cómo la distracción, el no estar aquí cuando habías dejado un post como éste, con su ritmo, su sal de cuerpos que se atisban y se encuentran. Par perderse al fin.

Las casseteras en el recuerdo, con sus texturas tan concretas, las cintas enredadas, los lugares con barras, las vitrinas, los mostradores... las atmósferas. Aquí, la atmósfera.

Ivan Nadim dijo...

cerca de las palabras rain. anónimos en remera mejores que presentes con documentos.

hoy de vuelta por no volver a irme.